Desvelamos el secreto de la misteriosa Isla de los monos. Así anunciaba la portada del número 35 de la mítica revista Micromanía el contenido estrella de ese mes, una guía completa del videojuego "The Secret of Monkey Island", una de las mejores aventuras gráficas de todos los tiempos.
Publicada en abril de 1991 con un coste de 225 pesetas, la revista Micromanía estaba en esos momentos en su segunda época, con su característico color de fondo de portada y su enorme tamaño periódico, en la que fue probablemente su época de mayor éxito.
En su interior encontramos una amplia guía del primer título de Monkey Island, la clásica aventura gráfica donde conocimos por primera vez al personaje de Guybrush Threepwood. Como era habitual en este tipo de artículos publicados por Micromanía, no se trataba de una simple guía en la que debemos seguir instrucciones al pie de la letra para dar con la solución del juego, sino que la revista nos metía en la historia, con un artículo de seis páginas firmado por D.G.M, donde se narra la guía como una auténtica aventura en el Caribe en primera persona.
Comprender ahora los motivos que pueden impulsar a alguien a hacerse pirata, puede resultar algo complicado. Pero yo era entonces sólo un joven alocado, al que los pocos años de experiencia y el mucho ardor de la sangre, impulsaban a salir de la vida rutinaria.
Rescatamos desde La Taberna de Grog esta pequeña joya de la época dorada de las aventuras gráficas, con la guía en español de The Secret of Monkey Island publicada por la revista Micromanía Nº 35 Segunda Época (abril de 1991).
Guía The Secret of Monkey Island
Mi única idea fija era emprender una emocionante aventura, con la que poder demostrar al mundo la medida de mi valentía. Con ese empeño, embarqué rumbo a la isla de Mélée, en lo más profundo del Caribe, considerada entonces como uno de los principales refugios de piratas y bucaneros.
A mi llegada a la isla, me informé enseguida de donde podía conseguir enrolarme en la tripulación de algún barco pirata. Naturalmente, la oficina de reclutamiento estaba en la cantina del pueblo: el Scumm Bar. Me dirigí hacia ella, y aunque los corsarios, bucaneros y gente de su especie siempre han sido tan buenos bebedores como sanguinarios, me pareció extraño encontrar tanta gente bebiendo.
Charlando con alguno de los que aparentaba ser más cordial que el resto, conseguí enterarme de una extraña historia.
Primer desafío: las tres pruebas
En aquellos días que corrían, casi ningún pirata se hacía a la mar, ante el temor de encontrarse con el temible LeChuck, un bucanero fantasma que se había convertido en el terror de los mares. En alguna ocasión se organizó una tripulación con intención de atacarle en su oculta guarida en la Isla de los Monos, pero nunca más se supo de ellos. El barco fue encontrado años después casi a la deriva y tripulado por unos simpáticos monos.
Se dijo entonces que los primates eran realmente los piratas convertidos en animales por algún maleficio. Por supuesto, la historia contribuyó a terminar de aterrorizar a aquellos hombres supersticiosos. En cualquier caso, ningún fantasma iba a conseguir apartarme de mi destino aventurero, así que, en cuanto pude, indagué quién podía admitirme como pirata en alguna tripulación.
Fui conducido a presencia de tres personajes, cuyas ropas y habilidad para vaciar las jarras de grog demostraban, sin ninguna duda, que se trataba de gente importante en la profesión que yo había elegido para mi futuro.
Sin que yo comprendiese porqué, rieron a carcajadas cuando les conté que quería ser pirata. Pidieron otra ronda de grog, (aquello apestaba a demonios), y parecieron recuperar la compostura. Luego de platicar entre ellos en voz baja, el que parecía el portavoz del trío, me contó que era necesario que superase tres pruebas que demostrarían que era merecedor de ejercer tan digna actividad.
Era imprescindible que "aprobase" las asignaturas de lucha con espada, robo y búsqueda de tesoros. Acepté el reto, y antes de salir de la taberna, me dediqué a "estudiar" un poco para el segundo examen. Robé en la cocina un poco de carne, un trozo de arenque y una cazuela, pensando que la tarea podía alargarse, y que el estómago no perdona.
En busca del maestro de esgrima
Mi habilidad con la espada sólo estaría demostrada, cuando fuese capaz de medirme de igual a igual con el maestro de esgrima, más conocido como Sword Master, al que nadie en la isla de Mélée había logrado vencer. Encontrarle no era fácil, pues parece que huía de cantinas y lugares concurridos, para dedicar más tiempo al noble arte de la espada. Decidí por tanto recorrer la isla, cosa que hasta el momento no había hecho, convencido de que en algún rincón nos encontraríamos.
En la única tienda existente localicé una magnífica espada ideal para mis propósitos, pero pedían por ella una cantidad demasiado alta para mi bolsa, que estaba vacía del todo. Cuando pensaba en cómo conseguir el dinero, vi ante mí un cartel anunciando la actuación de un circo en Mélée, y sabiendo que siempre andaban buscando colaboradores, me dirigí hasta el lugar del bosque donde estaba instalada la carpa.
Los fabulosos hermanos Fettucini andaban ensayando un precioso número para el que necesitaban un ayudante, y estaban dispuestos a pagar una buena suma para quien aceptase el trabajo. Decidí correr el riesgo, porque me tranquilizó bastante comprobar que eran personas para las que la seguridad era importante: No estaban dispuestos a comenzar hasta que contase al menos con un casco.
Solucionado el problema con un poco de ingenio, cobré el dinero, y volví a la tienda, donde además de la espada compré una pala pensando en los tesoros. El tendero me contó que conocía el paradero del Sword Master, pero antes de batirme con él sería necesario adquirir un buen nivel luchando contra espadas menos hábiles.
Al este de la isla existía una academia de esgrima en la que decidí gastar unos cuartos para comenzar bien desde el principio. El profesor, Capitán Smirk, me hizo ver que tan importante como la habilidad con la espada, era la habilidad manejando insultos. Una lengua rápida podía conseguir despistar al contrario lo suficiente para desarmarle, y ésta era la táctica usada por el Sword Master.
Con las lecciones recibidas, me adentré en el bosque por donde solían deambular los piratas, y comenzaron los combates. Los primeros fueron derrotas consecutivas pero, poco a poco, mi habilidad y vocabulario fueron aumentando, hasta llegar un momento en el que nadie, salvo el maestro, parecía estar a mi altura.
Sin más demora, fui en busca del tendero al que rogué que enviase mi recado al gran espadachín. No contento con ello, decidí seguirle en cuanto salió de la tienda y se adentró en el bosque.
Localizada la cabaña, mi primera sorpresa fue descubrir que la mejor espada de la isla era manejada por una mujer. Pese a ello, mí misión no podía fracasar, así que comenzamos los duelos. En un par de tentativas conseguí imponer mi habilidad, y recibí de la chica una hermosa camiseta en la que podía leerse un agradable rótulo: Yo vencí al Sword Master.
Segunda prueba: el robo del ídolo
El segundo trabajito tampoco era moco de pavo. Se trataba de colarme en la mansión del Gobernador de la Isla y hacer que un valioso ídolo que éste poseía cambiase de dueño.
El gran problema residía en la jauría de perros hambrientos que, atados junto a la puerta, impedían la entrada sin riesgo de morir despedazado. Aderecé el trozo de carne sustraído en el bar con unas plantas que recogí en el bosque, y se lo lancé a los canes. Unos minutos después, todos dormían plácidamente.
Dentro de la casa, después de mucho buscar sólo conseguí hacerme con un repelente para ratas, un libro, y ¡un lápiz de labios! El ídolo se encontraba protegido tras unos barrotes que sólo podrían ser superados con una lima. Me dirigía al pueblo hacia la casa del tendero, cuando reparé en que la puerta de la cárcel estaba abierta. Entré a echar un vistazo y en una de las celdas vi a un pobre diablo que me comentó que no podía aguantar ni un segundo más a las malditas ratas.
Yo me di cuenta de que tampoco podía aguantar la horrible halitosis que el sujeto padecía, así que le hice dos favores: le regalé el repelente recién adquirido y unos caramelos de menta que obraron maravillas.
Agradecido el pobre diablo me obsequió con un pastel que alguna vez debió estar tierno, y que con el paso del tiempo, parecía haber aumentado de peso. Más por lástima que otra cosa, cogí el regalo y salí de la prisión. Al intentar partir el pastel, encontré en su interior la cosa que más necesitaba en ese momento: una lima.
Volví al palacio, y entrando en la habitación, me apoderé del ídolo en unos minutos. Mi alegría se vio truncada por la aparición del nefasto Sheriff Fester, que intentó apresarme. Con el estruendo, salió a escena la mujer de mi vida ¡El Gobernador Marley era una hermosa chica!
La atracción pareció ser mutua, pues mi amada increpó al Sheriff su torpeza en la vigilancia y me dejó libre, por lo que me apresuré a escapar, con una contenida euforia. Mas una vez a salvo de miradas indiscretas, Fester me apresa y se propone hacerme pagar su humillación. Me regala una hermosa "corbata", en cuyo extremo cuelga una gran piedra, y soy lanzado al agua en el muelle. Con sangre fría, analizo la situación, compruebo que llevo útiles para liberarme, recupero el ídolo caído junto a mí y doy el baño por terminado.
Tercera prueba: cómo encontrar el tesoro
Acometo con ilusión el tercero de los trabajos, pensando que no podrá ser mucho más difícil que los anteriores. Como es lógico, la búsqueda de cualquier tesoro necesita de un mapa para localizarlo. Indago por el pueblo, y consigo de un charlatán algo que es lo más parecido a un mapa, con el que me interno en el bosque.
La cosa es un tanto rara porque, en apariencia, el pergamino es como una lección de baile, pero consigo descifrarlo, y compruebo que me va marcando con claridad sucesivas direcciones, con las que localizo sin problemas un claro del bosque. Me pongo a cavar con toda las ganas de que soy capaz y, por fin, encuentro el "tesoro" perdido.
Un poco decepcionado, pero contento en el fondo por haber completado las tres pruebas, vuelvo al pueblo deseando contar a los jefes piratas mi éxito.
Dicen que venimos a este mundo a sufrir, y estuve muy de acuerdo con ello, cuando me cuentan en el Scumm Bar que mi amada Gobernadora ha sido raptada por el horrible LeChuck con Dios sabe qué propósitos. Olvido mi encuentro con los jefes piratas, y comprendo que mí única opción es conseguir un barco y tripulación, para ir en busca de la mujer de mis sueños a la guarida del fantasma en la Isla de los Monos.
Problemas económicos
Comprar una nave era fácil si contabas con el suficiente dinero, pero ese no era mi caso. El usurero de Stan tenía algunos barcos de segunda mano que podían serme útiles, pero no vendía más que al contado, o previa presentación de un aval. Me dirigí, por tanto, a la única persona que parecía manejar suficiente dinero para ayudarme, que era mi amigo el tendero.
Con algo de labia casi conseguí que me firmase un pagaré, pero aunque la cosa no llegó a arreglarse, mi adquirida habilidad en apropiarme de lo ajeno y un poco de vista me permitieron abrir la caja fuerte y conseguir el preciado documento.
Regateando con Stan me hice con un magnífico barco a precio de risa, al que ya sólo le faltaban unos marineros. En el lote entró además una brújula de regalo. Recorriendo la isla encontré en el norte un pequeño islote al que se accedía mediante una especie de funicular. Limpié de plumas una polea que incluía en mi equipaje y me deslicé hasta la otra orilla.
Convencer a Meathook para que se uniese a mi equipo requirió que le demostrase previamente mi valor, con una prueba sólo para cardiacos. A continuación pensé que una buena espada en la tripulación siempre vendría bien y decidí visitar a Carla (Sword Master). La honradez de mi misión fue suficiente argumento para que tomase parte en la empresa.
Haciendo cálculos, con otro tripulante el barco podría zarpar. Recorrí el pueblo, pero todo el mundo palidecía al oír el nombre de LeChuck, así que pensé que sólo alguien desesperado se apuntaría a la aventura. Otis, el preso, a quien yo había ayudado en otra ocasión, podía ser el indicado para ello, pero antes había que sacarlo de la cárcel.
Los barrotes eran demasiado gruesos para intentarlo, pero la cerradura parecía algo debilitada. Quizás con algo parecido a un ácido sería posible abrirla...
Existía en la isla un líquido tan fuerte que su simple olor (a demonios) podía derretir más de una nariz. Probamos con él y la pobre cerradura dio un quejido, a la vez que Otis aullaba de alegría. Por fin el grupo estaba completo y ya nada podría evitar que partiese a la búsqueda de mi amada.
Rumbo a lo desconocido
Los días de navegación se sucedían, y la desolación de mi tripulación crecía ante los nulos resultados. Era insoportable navegar sin rumbo fijo, buscando una isla que nadie sabía dónde estaba.
En las largas horas de reflexión en mi camarote comprobé, con asombro, que el barco que utilizábamos era el mismo que había servido a la tripulación que nunca volvió. Rebuscando entre los papeles del capitán hice algunos interesantes descubrimientos, pero había un pequeño cofre cerrado con llave que no pude abrir por más que lo intenté.
La llave estaba oculta dentro de un paquete de cereales que resultó ser de mi marca favorita, lo que me impulsó a abrirlo. En el interior del cofre, una extraña receta y unos trozos de canela hacían que el viaje tornase un rumbo mágico. La receta era un ritual vudú que parecía haber sido utilizado en su día por los tripulantes del barco, para llegar a la isla de los monos.
El problema estaba en localizar los ingredientes, pero con un poco de ingenio y sustituyendo alguno por lo más parecido que encontré, conseguí un resultado impresionante.
Desperté de un extraño sueño, recordando sólo el ruido de una enorme explosión y corrí a comprobar en qué estado había quedado mi valerosa tripulación.
Casi me da un infarto al salir a cubierta, pero no por encontrar a alguien herido, sino por que ante mis ojos, a sólo unas millas de distancia, se encontraba la fantástica Isla de los Monos. Por fin estaba a mi alcance liberar a la Gobernadora Marley, quien sin duda se casaría conmigo en agradecimiento.
Después de la emoción inicial, comprobé que seguía existiendo un problema: no contábamos con botes, y el barco era demasiado grande para aproximarse por aguas poco profundas. Desesperado, recordé las habilidades adquiridas con los Fettucini en el circo, y vi que era la única solución para llegar a tierra.
Improvisé una mecha con un trozo de cuerda, y con algo de pólvora y mi viejo casco, después de un suave vuelo, me posé en las arenas de una hermosa y cálida playa.
La isla de los Monos
Si a mi llegada a Mélée sentí el impacto de la naturaleza, la sensación que ahora me llenaba era increíblemente mayor. La naturaleza aquí se mostraba en todo su esplendor, con una vegetación exuberante que partía casi desde las suaves arenas que formaban la playa.
Decidí que lo más sensato era explorar la isla, y aunque pensé utilizar el viejo bote que estaba varado en la arena, la falta de unos remos me obligó a iniciar la expedición andando. Encontré un mono al que obsequié con un plátano que pareció gustarle mucho, pero debía tener más hambre porque siguió gimiendo entristecido.
Comprobé pronto que la isla estaba dividida en dos por una cadena montañosa que impedía pasar a la parte Norte si no era por mar, y me llevé un gran susto al encontrarme con un curioso náufrago, al que la cabeza no le funcionaba demasiado bien. Se llamaba Herman Toothroot, y había formado parte de la primera expedición que utilizó mi barco para llegara la isla.
Él era el único superviviente, y compartía su exilio con un nutrido grupo de feroces caníbales asentados al norte, y por supuesto, con el temido LeChuck, que ocupaba algún lugar del subsuelo, más cercano al mismísimo infierno.
Decidí seguir solo mi búsqueda, porque aquel loco me contaba ya una extraña historia sobre un recoge bananas automático, que le habían quitado los caníbales, y sobre la llave de la cabeza del mono gigante, que él a su vez les había sustraído.
En el viejo fortín que sirvió de refugio a Herman conseguí algo de pólvora y un catalejo.
En el poblado caníbal
Casi en el centro de la isla observé una pequeña montaña desde la cual la vista tenía que ser completa. Subiendo a ella, encontré una especie de invento cuya utilidad no comprendí hasta estar en la cima. Al asomarme al borde, no pude evitar tumbar una roca que catapultó otra mayor, la cual salió disparada hacia la playa. Me pareció notar un fuerte choque contra algo, y decidí investigar más tarde lo ocurrido.
Cerca de la playa había un profundo barranco en el cual pude descender hasta la mitad gracias a la cuerda que llevaba, pero para llegar hasta el fondo del mismo era necesario otro trozo de cuerda. Desde la cornisa en la que me encontraba pude distinguir algo valiosísimo para mí: un par de remos.
En un claro del bosque estaban colgados los restos de un pobre diablo compañero de Herman, y comprobé que aparte de sus harapos enredados en lo que quedaba de su esqueleto, tenía una cuerda enrollada en la cintura. La única forma de conseguir alcanzarla era bajando al pobre desgraciado, y esto sólo era posible logrando que el pesado tronco que le servía de contrapeso subiese.
Siguiendo el curso seco del río en el que estaba el tronco, llegué a una zona donde una pequeña presa artificial desviaba el curso natural del agua. Un poco de pólvora en el lugar clave y el problema estaría definitivamente solucionado.
Con el trozo de cuerda recuperé los remos, y con ellos me dirigí hacia la playa. Allí comprobé que la roca que había lanzado con el "mortero" primitivo había golpeado a la palmera, y que varios plátanos estaban por el suelo. Los guardé y puse rumbo al norte. Localicé el poblado caníbal y me introduje en él.
A la puerta de una choza con un enorme ídolo de piedra encontré más plátanos que guardé pensando en el pobre mono hambriento. Dentro de la cabaña había algunos huesos y un extraño artilugio que resultó ser el recoge-bananas de Hermán.
Cuando me disponía a salir, los caníbales hicieron acto de presencia con unas intenciones nada saludables para mí. No conseguí encontrar entre los objetos que llevaba nada que les gustase, y me encerraron a cal y canto, pensando preparar conmigo un buen festín.
Comenzaba a dudar de mi suerte, cuando descubrí unas tablas en el suelo que parecían moverse. Abrí un agujero por el que podía huir, pero, desgraciadamente, el artilugio de Hermán no cabía y tuve que dejarlo allí.
De vuelta a la playa, tomé el bote y me dirigí al lugar donde había "aterrizado" por primera vez. Busqué al pobre mono hambriento, y le ofrecí todas las bananas que llevaba. El animalito se pegó tal atracón que luego no había forma de quitármelo de encima. Con el pequeño simio tras de mí, me encaminé al este de la isla, donde sabía por los nativos que estaba la entrada a la guarida de LeChuck.
Ayudado por mi pequeño amigo conseguí cruzar la empalizada, pero no entrar en la gigantesca cabeza de mono. Recogí un pequeño ídolo que me pareció un buen recuerdo del arte aborigen y decidí que sólo los nativos podían ayudarme a entrar, así que vuelta al poblado.
La guarida de LeChuck
Los pobres indígenas no se explicaban todavía cómo había podido escapar, pero estaba claro que habían decidido preparar conmigo un suculento guiso. En un intento desesperado, les ofrecí el pequeño ídolo y, para mi sorpresa, les encantó.
Conseguí de ellos además un útil instrumento de navegación imprescindible para caminar por los infernales laberintos que conducían a la guarida del pirata fantasma, a cambio de unos folletos que me entregó el charlatán de Stan y, cómo no, el recoge bananas de Hermán.
Además, me contaron que la única forma de poder acabar con el poder de LeChuck era utilizar un brebaje preparado por ellos, cuyo ingrediente principal era una raíz vudú que el fantasma guardaba, a cal y canto, en la bodega de su barco.
Cuando iba a abandonar el poblado, encontré al viejo loco que andaba buscando su cacharro quien consintió en cambiármelo por la llave de la cabeza gigante.
Otro rato remando (estaba cogiendo una buena forma física con tanto ir y venir), y por fin, llegó el momento de internarme en el camino del infierno. Cualquiera hubiese desfallecido, pero a mí me impulsaba el noble sentimiento de liberar a mi amada y no había freno para eso.
A través de un paisaje de pesadilla, el navigator me guiaba con una exactitud asombrosa, dejando atrás laberintos horribles. De pronto me encontré, por fin, ante el cubil del siniestro LeChuck.
Tuve que utilizar un collar mágico que pedí prestado a un amigo, para conseguir hacerme invisible a los espectrales bucaneros que celebraban en cubierta el éxito de su última incursión.
La primera puerta que intenté abrir rechinaba tanto que los piratas se darían pronto cuenta de mi presencia, así que probé en otra y vine a toparme con el mismísimo diablo del mar. El horrible LeChuck tomaba el aire de los inflemos con una cara de regocijo espeluznante.
En el barco fantasma
En una de las paredes del camarote, localicé una vieja llave a la que no me era posible acercarme por temor a que el pirata me descubriese. Como la llave era metálica, conseguí atraerla con un poco de ingenio y salí de aquel peligroso lugar.
Desde cubierta, bajé por una escotilla que daba a los camarotes de la tripulación, donde encontré a un bello durmiente al que hurté una botella de grog con mi enorme habilidad para estas lides. Más adelante estaba el cuarto de los animales, en el que había una especie de cofre claveteado, atado con cadenas y en cuyo interior debía haber algo importante. Necesitaba herramientas para conseguir abrirlo.
Junto al cofre, una trampilla cerrada con llave, en la que probé la que había hurtado al pirata LeChuck. Abajo, un cacharro con aceite me recordó unos goznes demasiado sonoros, pero una rata enorme que apestaba a grog desde lejos no pareció recibirme con cariño. Hice lo oportuno para ganarme su amistad, y conseguí el aceite.
Ya en cubierta y dentro del primer camarote, descubrí una puerta vigilada por un forzudo fantasmal y un maravilloso equipo de herramientas. Volví abajo a toda prisa, y trabajé sobre el cofre hasta conseguir abrirlo. En su interior, como es lógico, estaba la raíz vudú.
Con toda la rapidez que mi cansado cuerpo me permitía, volví al exterior, y partí a la búsqueda de los caníbales, para conseguir la pócima anti-fantasmas. Armado con ella regresé al barco pirata, para encontrarme con la sorpresa de que había desaparecido.
Un atemorizado espectro que había quedado vigilando, me informó de que su jefe se había llevado a mi amada a la iglesia de Mélée, con el infame propósito de hacerla su esposa.
Después de tantas penalidades era injusto que algo así me pasara, y yo no iba a quedarme impasible. El viejo Hermán Toothroot había construido un barco para escapar de la isla de los Monos, y con él nos lanzamos hacia Mélée.
Resulta paradójico que el final de un temible pirata como LeChuck, que en su vida debió vaciar cientos de barriles de fortísimo grog, viniese de la mano de una simple cerveza de raíces, pero así es la vida.
Por mi parte, conseguí todo lo que deseaba. Hoy gobierno esta hermosa isla junto a mi amada esposa, y soy respetado por todos los que la habitan.
Aprende de esta larga historia, que el destino nos tiene preparadas grandes empresas, si somos capaces de decidirnos a dar el gran paso inicial.
Guía redactada por D.G.M para Micromanía Nº 35 (Segunda Época)
Guía The Secret of Monkey Island (Micromanía 35)
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Un auténtico juegazo que no se olvida y bien por el aporte, pedazo guía de Micromania, esas ediciones grandes eran geniales.
ResponderEliminarGenial....se la cuento a los niños como cuento todas las noches y les encanta
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